
Hace unos días leí un artículo en el que un prestigioso psicólogo decía entre otras payasadas, que a un niño sólo se le podía pegar una vez, y que como era en esa contada ocasión en la que su progenitor podía ponerle la mano encima, tenía que elegir muy bien el momento, ya que de malgastarlo, no se debía volver a repetir en la vida.
Ana me dice que no recuerda el día en el que su ama no le diese una tunda, le agarrase de los pelos y la llevase a rastras hasta su habitación desordenada o que recibiese un tortazo inesperado... Y eso que Ana siempre ha tenido un montón de “premios de bondad” en la escuela.
Ana dice que a pesar de todas las hostias recibidas, ella nunca se ha considerado una niña maltratada. Más bien, le agradece a su ama su mano dura, por que cree que el fruto de aquellos golpes es la mujer en la que hoy se ha convertido.
Cuando yo cuento a la gente que en mi niñez he recibido hostias a mansalva, la respuesta más usual es la de “seguro que te las has merecido”… Claro, yo no he tenido premios de bondad ni de buena conducta…
La verdad es que yo siempre he sido un poco brutita, y hasta los juegos que más me divertían eran en los que recibíamos y dábamos golpes. Un poco marimacho, diríamos entonces…
Recuerdo como Lauri y yo jugábamos con la tía Marisol… ¡Qué risa! Cada vez que nos acercábamos a ella para vacilarle, para comerle la cara a besos, ella cogía su muleta y nos asestaba unos muletazos que entre uy, uy, uy y ja, ja, ja, era como pasábamos tarde. ¡Y qué tarde! De los recuerdos de mi niñez, las hostias que nos daba con la muleta mi tía Marisol, son uno de los mejores. Creo que Lauri también comparte esto conmigo.
A mi aita el dar hostias le ha apasionada desde siempre. Creo que él lo necesita como el agua o como el pan, que para él es el único alimento que nunca puede faltar en la mesa. Bueno, eso y el vino… olvidémonos del agua. Mi aita es un miura, todo pasión, todo mala hostia. Así que la gilipollas de mi, siempre le he dado pretextos para desatar esa ira in contenida que difícilmente podía guardar en sus tripas. Así que a veces por las malas y otras por las buenas, he recibido golpes hasta en el carné de identidad.
Cuando era por las buenas, mi prima Lauri también solía andar conmigo… y Joseba, mi hermano, pero él de otra forma. El aita solía sacarse el cinturón, se sentaba en un silla en la cocina y Lauri y yo teníamos que pasar corriendo cerca de él y evitar que él nos diese con el cinturón. Y mi aita nunca se ha andado con chiquitas. Si conseguía darte, eso escocía como para gritar y llorar. Pero Lauri y yo nos mirábamos, veíamos nuestra mutua cara de susto, y nos partíamos de risa. Joseba nos veía desde la distancia, no entendía como a pesar de los latigazos que estábamos recibiendo Lauri y yo nos estuviésemos divirtiendo tanto. Entonces, sin tenerlas todas consigo, se acercaba e intentaba sumarse al grupo y correr delante de mi aita… a la primera hostia Joseba lloraba y berreaba. Y ahí llegaba la ama para salvarlo, para darle mimos y decirle que era tonto, que él ya sabía que eso dolía y que haber por que coño a pesar de todo se había metido entre tanta masoquista.
Eso era en las buenas… Por que en las malas, yo era un pushing-bag para mi aita. Valgan unas breves anécdotas para contextualizar lo dicho:
Estaba yo un día jugando con mis amigos del barrio a bote-bote delante de casa. Veía yo que mi padre me observaba desde el balcón, y pensé: mira mi padre que enrollado que se divierte viendo jugar a su hija…
Pasado un ratito, mi aita me pega un grito para que suba a casa. La hora de la merienda, pensé. Justo entrar por la puerta el cielo cayó sobre mi. La paliza que me esperaba en mi casa fue de antología. El por qué: por que parece que mientras jugaba, me iba merendando las uñas (que eran mías, no las de él, por que si no, hasta podía llegar a entenderlo, pero NOOOOO, eran las mías…).
Por que hablando del tema de las uñas, las tácticas utilizadas por mi progenitor para que yo y Joseba dejásemos de modérnoslas han ido desde dejarnos días y días sin salir a la calle nuestras tardes de verano copiando un libro de economía vasca, hasta mordernos las falanges de los dedos que teníamos las uñas mordidas. Para eso, tenía establecido que todos los jueves teníamos que hacer un repaso de las uñas. ¡Dios mío que sufrimiento! Cuando nos tomábamos el cola cao para irnos a la cama, le dábamos un beso de buenas noches, y cuando creíamos que por aquella vez se le había olvidado, él con una sonrisa maligna nos miraba de reojo y nos decía “¿y la revisión?”. ¡Dios mio, qué cabrón! entonces rezábamos para que en la última hora los nervios hubiesen hecho que nuestras uñas creciesen, queríamos ser gatos con nuestras uñas retractiles, para que “ZAS” esas uñas miserables saliesen de nuestras carnes… Pero que va… dedo por dedo, sus dientes mordían nuestros dedos hasta hacernos llorar.
Quiero informar al respetable, que a pesar de todos los castigos que mi padre nos puso para que no nos mordiésemos las uñas, hoy en día uno de mis mayores placeres es acabar con todas ellas. Y que conste que no me las como… las muerdo y las escupo. ¡Todo un placer!
Era domingo a la noche cuando en otra ocasión, (esto ya sería cuando yo tenía más o menos trece años) mis padres llegaron a casa y me pillaron “in fraganti” estudiando en la sala… A mi aita no le pareció bien que estudiase tumbada en la alfombra de la sala. El consideraba que para estudiar era necesario, imprescindible, obligatorio, forzosamente indispensable y de vital importancia que se hiciese en una mesa y yo sentaba en la silla que encajase en dicha mesa. Así que me dijo: “¿Esas son formas de estudiar?” a lo que yo contesté “yo estudio como me da la gana”.
Los ojos se le nublaron, se le inyectaron de sangre y un vapor express le empezó a salir por sus narices. Acto seguido cogió la enciclopedia de la humanidad (gorda, gorda, gorda…) que yo solía consultar a menudo cuando estudiaba y me la puso de sombrero. Claro que no delicadamente, si no que me la encasquetó como con un martillo. “Un día chavala, vas a hacer que te tire por el balcón…”
Otro domingo por la noche (que mal rollo los domingos a la noche, coño…) llegó y me dijo: “acabo de ver a la estúpida de tu amiga” a lo que yo amigablemente respondí: “estúpido serás tú”.
Se volvió a repetir la misma escena de antes, ojos nublados y ensangrentados, pinta de toro a punto de salir al coso taurino, se saca el zapato y me da de taconazos por todo el cuerpo. Yo en el intento de evitar feas cicatrices en mi cara, me la tapo con los brazos (que las cicatrices son mejores en sitios ocultos y no como seña de identidad).
Al día siguiente mi brazo tenía tres veces su tamaño. Con respecto al color del mismo, ni qué hablar: parecía que me habían injertado el brazo de un negro zulú: negro, negro, negro. Mi ama preocupada, me decía que teníamos que ir al médico, pero “cuando lleguemos, ¿qué le vas a decir al médico? ¿cómo te lo has hecho?” y yo “La verdad. Que ha sido mi padre quien me ha dejado este brazo en este lamentable estado”. Mi ama con sus ojos a punto de salírseles de las órbitas me dice “pues entonces no vamos”.
No sé si en aquella época esto hubiese sido motivo de quitarles mi custodia a mis aitas. Lo que si sé que hoy en día es probable que se hubiesen metido en un problema. También sé que no tengo nada que reprochar a mi aita. Seguramente yo no era fácil (seguramente, más que seguro), y a estas alturas de mi vida, creo que tengo que agradecer que aquellas hostias hayan hecho de mi lo que ahora soy.
Así que al psicólogo de marras, que se deje de tonterías, que ni Ana ni yo estamos traumatizadas por los golpes de nuestros padres, que más bien estamos agradecidas. Así que si un día yo tengo un crío… ¡qué se vaya preparando!
Ana me dice que no recuerda el día en el que su ama no le diese una tunda, le agarrase de los pelos y la llevase a rastras hasta su habitación desordenada o que recibiese un tortazo inesperado... Y eso que Ana siempre ha tenido un montón de “premios de bondad” en la escuela.
Ana dice que a pesar de todas las hostias recibidas, ella nunca se ha considerado una niña maltratada. Más bien, le agradece a su ama su mano dura, por que cree que el fruto de aquellos golpes es la mujer en la que hoy se ha convertido.
Cuando yo cuento a la gente que en mi niñez he recibido hostias a mansalva, la respuesta más usual es la de “seguro que te las has merecido”… Claro, yo no he tenido premios de bondad ni de buena conducta…
La verdad es que yo siempre he sido un poco brutita, y hasta los juegos que más me divertían eran en los que recibíamos y dábamos golpes. Un poco marimacho, diríamos entonces…
Recuerdo como Lauri y yo jugábamos con la tía Marisol… ¡Qué risa! Cada vez que nos acercábamos a ella para vacilarle, para comerle la cara a besos, ella cogía su muleta y nos asestaba unos muletazos que entre uy, uy, uy y ja, ja, ja, era como pasábamos tarde. ¡Y qué tarde! De los recuerdos de mi niñez, las hostias que nos daba con la muleta mi tía Marisol, son uno de los mejores. Creo que Lauri también comparte esto conmigo.
A mi aita el dar hostias le ha apasionada desde siempre. Creo que él lo necesita como el agua o como el pan, que para él es el único alimento que nunca puede faltar en la mesa. Bueno, eso y el vino… olvidémonos del agua. Mi aita es un miura, todo pasión, todo mala hostia. Así que la gilipollas de mi, siempre le he dado pretextos para desatar esa ira in contenida que difícilmente podía guardar en sus tripas. Así que a veces por las malas y otras por las buenas, he recibido golpes hasta en el carné de identidad.
Cuando era por las buenas, mi prima Lauri también solía andar conmigo… y Joseba, mi hermano, pero él de otra forma. El aita solía sacarse el cinturón, se sentaba en un silla en la cocina y Lauri y yo teníamos que pasar corriendo cerca de él y evitar que él nos diese con el cinturón. Y mi aita nunca se ha andado con chiquitas. Si conseguía darte, eso escocía como para gritar y llorar. Pero Lauri y yo nos mirábamos, veíamos nuestra mutua cara de susto, y nos partíamos de risa. Joseba nos veía desde la distancia, no entendía como a pesar de los latigazos que estábamos recibiendo Lauri y yo nos estuviésemos divirtiendo tanto. Entonces, sin tenerlas todas consigo, se acercaba e intentaba sumarse al grupo y correr delante de mi aita… a la primera hostia Joseba lloraba y berreaba. Y ahí llegaba la ama para salvarlo, para darle mimos y decirle que era tonto, que él ya sabía que eso dolía y que haber por que coño a pesar de todo se había metido entre tanta masoquista.
Eso era en las buenas… Por que en las malas, yo era un pushing-bag para mi aita. Valgan unas breves anécdotas para contextualizar lo dicho:
Estaba yo un día jugando con mis amigos del barrio a bote-bote delante de casa. Veía yo que mi padre me observaba desde el balcón, y pensé: mira mi padre que enrollado que se divierte viendo jugar a su hija…
Pasado un ratito, mi aita me pega un grito para que suba a casa. La hora de la merienda, pensé. Justo entrar por la puerta el cielo cayó sobre mi. La paliza que me esperaba en mi casa fue de antología. El por qué: por que parece que mientras jugaba, me iba merendando las uñas (que eran mías, no las de él, por que si no, hasta podía llegar a entenderlo, pero NOOOOO, eran las mías…).
Por que hablando del tema de las uñas, las tácticas utilizadas por mi progenitor para que yo y Joseba dejásemos de modérnoslas han ido desde dejarnos días y días sin salir a la calle nuestras tardes de verano copiando un libro de economía vasca, hasta mordernos las falanges de los dedos que teníamos las uñas mordidas. Para eso, tenía establecido que todos los jueves teníamos que hacer un repaso de las uñas. ¡Dios mío que sufrimiento! Cuando nos tomábamos el cola cao para irnos a la cama, le dábamos un beso de buenas noches, y cuando creíamos que por aquella vez se le había olvidado, él con una sonrisa maligna nos miraba de reojo y nos decía “¿y la revisión?”. ¡Dios mio, qué cabrón! entonces rezábamos para que en la última hora los nervios hubiesen hecho que nuestras uñas creciesen, queríamos ser gatos con nuestras uñas retractiles, para que “ZAS” esas uñas miserables saliesen de nuestras carnes… Pero que va… dedo por dedo, sus dientes mordían nuestros dedos hasta hacernos llorar.
Quiero informar al respetable, que a pesar de todos los castigos que mi padre nos puso para que no nos mordiésemos las uñas, hoy en día uno de mis mayores placeres es acabar con todas ellas. Y que conste que no me las como… las muerdo y las escupo. ¡Todo un placer!

Era domingo a la noche cuando en otra ocasión, (esto ya sería cuando yo tenía más o menos trece años) mis padres llegaron a casa y me pillaron “in fraganti” estudiando en la sala… A mi aita no le pareció bien que estudiase tumbada en la alfombra de la sala. El consideraba que para estudiar era necesario, imprescindible, obligatorio, forzosamente indispensable y de vital importancia que se hiciese en una mesa y yo sentaba en la silla que encajase en dicha mesa. Así que me dijo: “¿Esas son formas de estudiar?” a lo que yo contesté “yo estudio como me da la gana”.
Los ojos se le nublaron, se le inyectaron de sangre y un vapor express le empezó a salir por sus narices. Acto seguido cogió la enciclopedia de la humanidad (gorda, gorda, gorda…) que yo solía consultar a menudo cuando estudiaba y me la puso de sombrero. Claro que no delicadamente, si no que me la encasquetó como con un martillo. “Un día chavala, vas a hacer que te tire por el balcón…”
Otro domingo por la noche (que mal rollo los domingos a la noche, coño…) llegó y me dijo: “acabo de ver a la estúpida de tu amiga” a lo que yo amigablemente respondí: “estúpido serás tú”.
Se volvió a repetir la misma escena de antes, ojos nublados y ensangrentados, pinta de toro a punto de salir al coso taurino, se saca el zapato y me da de taconazos por todo el cuerpo. Yo en el intento de evitar feas cicatrices en mi cara, me la tapo con los brazos (que las cicatrices son mejores en sitios ocultos y no como seña de identidad).
Al día siguiente mi brazo tenía tres veces su tamaño. Con respecto al color del mismo, ni qué hablar: parecía que me habían injertado el brazo de un negro zulú: negro, negro, negro. Mi ama preocupada, me decía que teníamos que ir al médico, pero “cuando lleguemos, ¿qué le vas a decir al médico? ¿cómo te lo has hecho?” y yo “La verdad. Que ha sido mi padre quien me ha dejado este brazo en este lamentable estado”. Mi ama con sus ojos a punto de salírseles de las órbitas me dice “pues entonces no vamos”.
No sé si en aquella época esto hubiese sido motivo de quitarles mi custodia a mis aitas. Lo que si sé que hoy en día es probable que se hubiesen metido en un problema. También sé que no tengo nada que reprochar a mi aita. Seguramente yo no era fácil (seguramente, más que seguro), y a estas alturas de mi vida, creo que tengo que agradecer que aquellas hostias hayan hecho de mi lo que ahora soy.
Así que al psicólogo de marras, que se deje de tonterías, que ni Ana ni yo estamos traumatizadas por los golpes de nuestros padres, que más bien estamos agradecidas. Así que si un día yo tengo un crío… ¡qué se vaya preparando!